¿Qué tienen en común el fresco ‘La Última Cena’, de Pietro Lorenzetti, el ‘Libro de Horas de Maastricht’, el ‘Libro de la caza’ de Gaston Fébus y ‘Las muy ricas horas del Duque de Berry’, más allá de que las cuatro obras se elaboraron entre los siglos XIV y XV y están llenas de vistosas miniaturas? Que contienen dibujos de gatos y perros. Y no son las únicas. En el arte medieval no es extraño encontrarlos junto a sus dueños, representados al aire libre o en entornos domésticos. Tan frecuentes son que los historiadores hasta les han dedicado estudios específicos.
Al ver esas mascotas cuando se pasan las páginas de los códices medievales es difícil no plantearse una pregunta… ¿Les ponían nombre sus dueños, igual que lo hacemos hoy nosotros? Y si es así, ¿cómo llamaban en la Edad media a los perros y gatos? ¿Había nombres tan populares como lo pueden ser ahora Toby o Garfield?
Mejor con un perro (o michi) al lado. A los humanos nos gusta acompañarnos de animales. Desde siempre. Sobre todo de perros y gatos. Algunos investigadores creen que ya domesticábamos canes hace 15.000 o incluso 30.000 años y que hace 5.400 había felinos paseándose por las aldeas del norte de China.
Hace 6.000 años las poblaciones neolíticas del norte de la península Ibérica enterraban a sus canes, a los que alimentaban además con una dieta similar a la suya, y sabemos que a los romanos les gustaba su compañía. Entre los restos de la malograda Pompeya, sin ir más lejos, se encontró el cuerpo de un perro con un collar que hoy puede contemplarse en el Museo Arqueológico de Nápoles.
Domesticados, sí; pero… ¿Mascotas? La gran pregunta es… ¿Eran mascotas esos animales? ¿Podían considerarse como tales en el sentido que hoy damos a la palabra? Hay investigadores convencidos de que la idea no empezó a cuajar hasta bastante tiempo después, durante la Baja Edad Media y el Renacimiento.
«Entre el XIV y XVI empezó a desarrollarse el concepto actual de animal doméstico. En el XVI los vínculos registrados entre el animal y su amo se hicieron cada vez más comunes junto con la cría para la compañía humana», señala Linsey Nicole Blair, investigadora de la Universidad de Iowa: «Se permitía tener animales en casa por placer y no por necesidades estrictamente prácticas, lo que constituyó el primer concepto de animal de compañía tal y como lo conocemos hoy».
¿Y cómo los llamaban? Pese al paso de los siglos, tenemos pistas de cómo llamaban a sus animales domésticos en la Edad Media. Se lo debemos a escritos de autores como el poeta Geoffrey Chaucer o tratados especiales, entre los que destaca el famoso ‘The Master of Game’ del duque de York, en el que se incluye una lista de nombres que, en opinión del autor, eran buenas opciones para perros de caza. Hay animales además que, por pertenecer a grandes personajes medievales, como Ana Bolena o el filósofo Leon Battista Alberti, han pasado a los anales de la historia.
Sturdy, Whitefoot o «Pequeño Martillo». Entre otras cosas, esas referencias nos muestran que en la Edad Media solía tirarse de inventiva (y humor) a la hora de bautizar a las mascotas. Sabemos que Sturdy, Whitefoot, Hardy, Jakke, Terri, Bo, Troy, Nosewise, Amiable, Nameles, Clenche, Bragge, Ringwood y Holffast eran nombres populares para canes, como recoge Mediavalist, pero también que había perros a los que se bautizaba en función del oficio que desempeñasen sus dueños.
A la mascota de un herrero la llamaron Little Hammer («pequeño martillo»), o Hemmerli. Para la de un carretero optaron por «Little Spoke», en referencia a los radios del carro (spoke). En Suiza hay referencias de animales llamados Fortuna, Venus o Turgk. Entre los gatos triunfaba Gilbert, palabra con la que se designaba a los mininos domésticos. En Francia se decantaban por Tibers o Tibert.
No todos se ceñían a los nombres más populares. Ana Bolena llamó a su can Purkoy, una adaptación del francés «pourquoi», el caballero Jehan de Seure optó por el más épico Parceval para su can y Battista Alberti hizo gala de su erudición llamando al suyo Megastomo (Boca grande). En cuanto a la dama italiana Isabella d´Este, se decantó por los elegantes Aura y Mamia para dos de sus mascotas.
Buenos (y provechosos) compañeros. Se apreciase más o menos su compañía, lo cierto es que durante la Edad Media a los perros y gatos domésticos se les miraba a menudo con un enfoque eminentemente práctico. Eran bonitos, sí. Y cariñosos. Pero sobre todo eran útiles. De ahí que haya autores que consideren que las mascotas como tal eran «una rareza» en el mundo medieval.
«La mayoría de los perros tenían un trabajo», resume la profesora Emily Savage en The Conversation. Los canes protegían casas y ayudaban en la caza y el pastoreo. Los gatos eran aliados efectivos para atrapar ratones y alimañas. Limitar sus funciones a la guardia o como sabuesos es sin embargo quedarse cortos.
¿Perros en la cocina o cargando mercancía? Hace años un grupo de investigadores españoles analizó restos de animales descubiertos en yacimientos medievales de Barcelona. Su análisis les sirvió para confirmar la gran diversidad de perros que había entre los siglos IX y XV y concluir, tras apreciar deformidades en algunas vértebras, que había canes que se utilizaban como «mulas»: servían para cargar mercancías en las calles estrechas por las que no podían pasar caballos.
Se cuenta que en la Edad Media había perros que ayudan al trabajo en las cocinas, corriendo en una rueda que activaba engranajes que hacían girar la carne al fuego. Incluso había una raza específica para esa labor, el Turnspit, un can inglés, del que hay referencias ya en el siglo XVI y que se dio por desaparecido en el XIX.
Cuestión de prestigio. Los animales domésticos servían para otro fin, tan o incluso más importante: reafirmar la posición de su dueño. Si tenías un perro de una raza exclusiva y bien cuidado era porque podías permitírtelo.
«Las mascotas se convirtieron en parte de la identidad personal de la aristocracia. Tener un animal al que se prodigaba atención, afecto y comida a cambio de ningún propósito , más allá de la compañía, significaba un alto estatus», relata Madeleine S. Killacky, de la Universidad de Bangor. Había quien acudía con sus perros a la iglesia durante las celebraciones para cabreo de las autoridades eclesiásticas.
Mascotas hasta en los retratos. La experta recuerda que era relativamente habitual que en la Edad Media las familias con poder y dinero encargasen retratos en los que aparece una mascota, sobre todo peros y gatos. Era símbolo de estatus. Igual que posar con joyas o vestidos. No hay que rebuscar para encontrar ejemplos. En el cuadro ‘El matrimonio Arnolfini’, obra de Jan var Eyck fechada en 1434 y que muestra al mercader Giovanni Arnolfini, hay un tercer protagonista, además de la pareja: un perro que para los expertos representa también la fidelidad y el amor.
En ocasiones la devoción por las mascotas iba más allá. Se sabe que Isabel de Baviera, reina de Francia del siglo XIV, se gastó una buena suma en adornos para sus mascotas. En 1387 incluso llegó a encargar un collar con perlas y una hebilla de oro para su ardilla y años después mandó comprar una tela verde brillante para su gato. En el XIV, Gastón III, conde de Foix, dejó escrito en un tratado dedicado a la caza, ‘Livre de Chasse’, que los galgos debían de vivir con ciertas comodidades, lo que incluía perreras construidas con madera, a cierta distancia del suelo y de tal forma que los animales pudieran estar frescos en verano y calientes en invierno.
¿Un alarde de vanidad?. Quizás por ese significado como símbolo de riqueza y poder, en la Baja Edad Media es posible encontrar también escritos que se refieren a las mascotas con tono crítico. Los juzgan frívolos. Y un desperdicio de comida. Ni eso ni la mala reputación de los gatos, asociados al paganismo, impidieron que los pequeños peludos llegasen a los hogares y comunidades de los religiosos. «Aunque la Iglesia desaprobaba las mascotas, los clérigos solían tener perros. Al igual que las mujeres, los suyos eran generalmente perros falderos», desliza Savage.
Se han encontrado huellas de perros en baldosas del monasterio de Pedralbes, fundado en el XIV, y Killacky recuerda la gran cantidad de manuscritos medievales con iluminaciones que muestran a monjas acompañadas de gatos en los claustros o mininos garabateados en los márgenes de los libros de horas. «Son un símbolo de estatus muy común en los espacios religiosos medievales», apunta la experta.
Más allá de los perros y gatos. Al igual que hoy no todos los animales domésticos eran perros y gatos. La doctora en Historia Antigua y medieval Dolores Carmen Morales recuerda que las poesías, libros de viajes, tratados veterinarios, aranceles y documentos sobre tributos nos permiten saber que en la Edad Media había otros muchos animales domésticos, como pájaros, conejos y especies más exóticas, como ardillas, tejones, civetas, comadrejas, mangostas o incluso monos de origen indio, norteafricano y subsahariano. Tras los viajes de Cristóbal Colón llegaron especies como papagayos americanos o conejillos de indias.
Dentro de una misma especie no era extraño encontrar diferentes tipos. Había perros falderos, blanchetes, «perros corredores», sabuesos… En el siglo XVI, en su tratado ‘Of Englishe Dogges’, el médico John Caius incluso trazó una clasificación de perros para la que utilizó un criterio peculiar, diferente al de la raza: el «oficio» de cada can. Estaban los de caza, los destinados a damas o «mungrells», incapaces de ejercer «ninguna propiedad digna de la verdadera especie perfecta y apacible».